La farmacia en la imagen de un niño
Cada vez que me adentro en las páginas de “Tribunajirafa”, donde muchos asuntos de carácter científico y profesional se me escapan, me acuerdo sin embargo de una anécdota de mi infancia que en su momento suscitó muchos comentarios en mi familia, a mí me ha quedado grabada en la memoria y, a estas alturas, espero que para siempre. Imagino que tendría siete u ocho años y sospecho que apenas sabría leer y escribir. Eran unos tiempos en que, al menos en un pueblo pequeño de Asturias, en medio de los Picos de Europa, no existía enseñanza prescolar y hasta cumplir seis no se ingresaba en la escuela.
Un día la maestra, una mujer con inquietudes pedagógicas y buenas técnicas didácticas, hizo un paréntesis entre la gramática y las matemáticas –que a buen seguro todavía no habrían superado la tabla de multiplicar – y nos habló del futuro. Para muchos de nosotros, habituados a vivir a la sombra de montañas que, como decía el poeta rascaban las nubes, y encerrados en unos horizontes muy cortos, era apasionante escuchar detalles sobre otros mundos, otras culturas y otras posibilidades de salir de la rutina en que el ambiente rural en que vivíamos nos tenía encerrados.
Uno de aquellos días – lo recuerdo como si fuese hoy –, la maestra nos habló de la variedad de seres vivos que existían en el planeta y al terminar lanzó a la clase una pregunta a modo de encuesta: “De no ser niño, ¿Qué te gustaría ser?”. Las respuestas fueron de lo más variadas y pintorescas. La mía no se quedó atrás: “Yo quisiera ser pájaro”. “¡Pájaro! – se mostró sorprendida la maestra – Y, ¿por qué?”. “Porque vuelan – respondí con rotundidad – y a mí lo que me gustaría es volar y subir hasta las nubes para ver cómo son por dentro”.
Aquella explicación desencadenó risas entre los compañeros. Sólo la respuesta de otro, al mayor de la clase, causó mayor curiosidad: “Pues yo quisiera ser lobo para aullar por las noches y asustar a la gente”. La maestra reflejó cierto rechazo pero no hizo comentarios. Era un niño inadaptado que con frecuencia mostraba síntomas preocupantes de agresividad. La maestra entonces cambió de tema, habló de las diferentes profesiones y oficios, desde albañil hasta veterinario o cura. Y a continuación formuló la siguiente pregunta:
“Y, como seres humanos inteligentes que sois, que os gustaría ser de mayores?” Entonces las respuestas hechas a viva voz se atropellaban: herrero, abogado, bombero, policía, médico… y una larga lista de profesiones. Yo fui de los últimos en responder. Aunque era un niño impulsivo, en aquella ocasión reflexioné la respuesta: “Yo, boticario”. La maestra hizo un gesto de extrañeza, seguramente recordó que influía la amistad que unía a mi padre con uno de los farmacéuticos del lugar, pero quiso poner a prueba mi capacidad para razonar.
“Explícamelo mejor: ¿Por qué quieres ser farmacéutico si no tienes a ninguno en la familia?” “Pues… — titubeé un poco –, porque son los que curan las enfermedades de manera más rápida. Estás enfermo, vas al médico, te mira por rayos X y a ti te siguen doliendo los oídos. En cambio, vas a la botica y el farmacéutico en cuanto le cuentas lo que te ocurre te da un remedio. Muchas veces hasta lo hace él mismo en una probeta y si es urgente hasta te pone una inyección sin esperar a que llegue el practicante. Los boticarios te quiten el dolor de muelas; los dentistas te las sacan sangrando”, concluí mi argumentación.
No vi cumplidos mis deseos infantiles. Intenté volar, eso sí, pero cuando concurrí a la Academia del Aire fui rechazado por daltónico. Todavía hoy confundo los colores lo cual me priva de apreciar en todo su valor el arte de la pintura. Respecto a la farmacia – no la tienda donde se venden medicamentos — en cambio me quedé con su importancia para la salud y para la vida cotidiana. Colaboré alguna vez en una revista cultural del Colegio de Farmacéuticos de Madrid dirigida por Margarita Arroyo y presenté en el propio Colegio uno de sus libros en un acto multitudinario.
Aquello me familiarizó con la profesión y me permitió conocer a algunos farmacéuticos, entre los cuales destaca sin dudas Valentín Torregrosa, alma y artífice de “Tribunajirafa”, y descubrir que farmacéutico se trata de una profesión en la que, detrás de sus conocimientos y manejos científicos, se oculta una tradición admirable de contribución social y de interés cultural. La tradición de debate de las reboticas pasando por inquietudes intelectuales y literarias modernas — como las que demuestra Valentín Torregrosa, alumno aventajado del máster de periodismo que me honré en dirigir –, son muestras excelentes de la aportación de los farmacéuticos a la modernización y dinamización de lo mejor de la vida pública.
Me ha encantado el artículo, breve y bueno, 2 veces bueno!!